Pudo haber llovido todo el día, o sólo por la mañana. Pudo haber pasado de todo. No digo caerse el mundo, porque de eso me hubiera enterado, y además no podría estar escribiendo esto. Pero sí, pudieron haber pasado un sinnúmero de cosas que no me hubiese enterado. Como eso, que lloviera todo el día, o tan sólo por la mañana.
Fue cómico, bueno, si uno lo pensara por más de un segundo diría tragicómico. Si lo pensase más, sería peor. Lo que ocurre que a las cuatro de la mañana nadie piensa con mucha claridad. No es un juego de palabras porque aun no aclaró a las cuatro de la mañana. Y menos piensa uno si a esa hora sigue trabajando luego de haber comenzado la jornada labora, tan consabidamente ganada en ocho horas, justamente, a las ocho de la mañana del día inmediato anterior. Lo que fue cómico es que yendo hacia al baño por el largo, oscuro y silencioso pasillo (que tan transitado es durante el día, cuando todo está más claro) con una empleada que me dijo: “Buenos Días”. Sorpresas mediante, la señora entra a trabajar a las cuatro, por lo que para ella estar a esa hora en la empresa le representa naturalmente un saludo matutino.
Por eso digo que pudo haber llovido y yo ni idea. Ni yo ni mis dos compañeros de batalla, que pelearon a capa y espada hasta caer rendidos, uno en las sillas de la sala, otro preso de la red de redes.
Finalmente nos fuimos, a las siete de la mañana, y a esa hora el cielo de la ciudad caliente del Valle de Cali estaba bien oscuro. Una llovizna se dejaba caer, quizá por pena de estos tres trasnochados mosqueteros, quizá por propia naturaleza.
Todo este introito es para comenzar con el día que cociné en Cali. Así comenzó el día, o quizás deba decir que así siguió. Estaba dormido en el baño del hotel cuando soné el teléfono. Mi jefe, para decirme que ya era la hora que habíamos convenido para volver al trabajo. Sólo trasnochado uno puede decir nos vemos a las diez, cuando se está despidiendo a las siete. Y sólo trasnochado el otro puede creerlo cierto.
Ni toda la ducha que tomé, ni toda la llovizna triste que seguía poniendo paños fríos a un pueblo que vive danzando, ni el viento de una ventanilla semibaja de un veloz taxi que no puede caer preso del tránsito de las ocho de la mañana por el sólo hecho que eran las once y media, lograron despertarme por completo.
Si uno ya se comporta como zombie a veces, imagínense a este incipiente blogger ese día. Llegué a la empresa casi para almorzar en el casino de la compañía. ¿Casino? Los no-caleños (cada tanto se me da por inglés, o por idioma o por estructura, contracciones de uno) leerán claramente (aunque sea de noche), pero para el resto les comento que casino sería como sinónimo de cafetería de empresa o como comedor de planta (fabril, por si acaso). Al menos, unos de los objetivos de este blog sigue cumpliendo su objetivo.
La tarde, que debió ser tranquila de formalidades de reportes luego del fuerte del día anterior, fue una batalla campal. Los tres mosqueteros no podíamos ni para uno, menos pudimos para todos. Pero, lo que parecía que no iba a llegar nunca, llegó: terminó el día laboral. Viernes, día especial para dormir. Sí, estoy de acuerdo, sé que no, pero lo mejor que podía pensar en ese momento era en dormir.
Claro que eso no fue lo que pasó, porque no hubiera escrito todo este palabrerío ni el título de este comentario si no tuviera algo para decir. O quizá sí, no sé. No siempre soy previsible. A veces soy tonto, pero no siempre. Nadie es siempre algo. A veces la caga si casi siempre es bueno, o a veces la hace bien, si casi siempre la caga.
Es cierto, habíamos convenido en el viernes, luego de toda la semana de duro trabajo y largo vuelo Buenos Aires-Cali, para hacer un asado argentino. Nadie mejor que yo, tampoco nadie peor, es decir, el único espécimen para hacer eso en Cali era yo.
Por lo que si habíamos convenido en eso, y si los tres mosqueteros estábamos fundidos, y si lo único que yo quería era dormir, y no habiendo ninguna otra alternativa, nos fuimos dos mosqueteros con un aliado a tomar una cerveza antes de ir a comprar la carne para el asado. Sé lo que algunos están pensado, nadie puede tomarse “una” cerveza. En Colombia hay tantas marcas de cervezas de un mismo dueño, que si alguno quisiera probarlas todas una tras otras terminaría tendido en el piso o haciendo asado el día que quiere dormir. Águila, Brava, Costeña, Joker, Club Colombia son las que recuerdo. Sé que hay más, por favor abstenerse de enviar comentarios dejándome saber de todas las que no tomé.
“Vamos a la catorce a comprar”, dijo el jefe mosquetero, D’Artagnan. Yo pensé lo mismo que ustedes están pensando ahora. Los que se preguntaron cómo fue que me anticipé tanto (esto que cuento ocurrió la primer semana de este 2007) a lo que están pensando mientras leen este posteo, les comento que me refiero a creyeron que “la catorce” es una avenida (Colombianos abstenerse). Pues sí, es una avenida pero no en Cali. “La Catorce” es el supermercado que en Argentina sería “Jumbo”. Grande, limpio, espacioso, todo eso para justificar lo caro.
No sé si escribo como para que se entienda, la verdad que mucho no me importa. Porque si me importara, como no tengo tanta retroalimentación (¡Ja! Había comenzado a escribir feedback pero lo borré. A veces el inglés se va) me preocuparía. Y la vida ya está llena de tantas preocupaciones, que mejor que me no importe si escribo como para que se entienda. Este párrafo lo introduje, porque no recuerdo si comenté porque si estábamos tan casados a nadie se le ocurrió preguntar en porqué no cancelamos. Entonces, me pregunté: “¿Por qué no cancelamos el asado?”. Antes de terminar la pregunta, no sé si justo antes de tipear el signo de interrogación o justo después de topear la “o” de asad“o”, recordé el porque. Nadie dirá que fue porque la esposa de D’Artagnan ya había encendido el fuego. Espero que nadie le vaya con el cuento que ya habíamos cancelado y que el jefe mosquetero, con toda su valentía para pelear en la oficina no se enfrentó a su amada compañera. Ojalá que nadie le cuente que no había ganas, que se habían quedado en los miles de archivos revisados, que se había diluido en los cuatrocientos correos electrónicos de ese día, que se habían pegado a la almohada en esa suerte de siesta matinal que tomé sentado en el trono en el que todos somos reyes y esclavos de nuestro cuerpo. Por favor que nadie se lo diga.
La catorce, eso estábamos en la catorce. Jefe mosquetero y mosquetero porteño haciendo compras. Peor que matrimonio que ya no se soporta. Ponerse de acuerdo fue terrible. Como pudimos compramos carne roja, rosa y blanca. Hortalizas, una masita colombiana de trigo que no recuerdo el nombre, como tapas y vino, argentino, claro. No van a poder creer el carbón. De hecho no sé qué van a hacer si no lo creen. Por mí, hagan lo que quieran, como no sé si escribo que se entienda. Lo que pasó con el carbón es que decía vegetal pero parecía papel vegetal. Por las dudas agarré como dos bolsas. A todo esto debo confesar que una vez que D’Artagnan no pudo con la bella, yo me dispuse de la mejor manera. No podía ser menos, no iba a dejar a que el grupo de colombianos invitado al D’Artagnan’s place (sí, me di cuenta que se me metió el inglés, pero ya no borro, say no more) midan el nivel de nuestros asados porque mis ganas de hacer algo hacía día y medio que se habían ido de viaje.
El mosquetero de mayor grado me había avisado. Me lo había advertido. Me había prevenido, inclusive, cuando el plan estaba en plena vigencia, en días anteriores a la peor de las batallas oficinísticas se desataran en la tierra metida entre la Cordillera Central (al este) y la Cordillera del Pacífico (pues sí, ni modo, no va a quedar del lado del Atlántico). Tanto uórnin (ah, ya castellanicé el inglés, quien no entienda que estudie fonética criolla) no alcanzó. Una caja de zapatos es más grande pensé, mientras decía que sí, que íbamos a poder hacer todos los kilos de carne que habíamos comprado, además de esas tapas que nada tienen que ver con un asado en mi tierra.
Lo hice, puse todo, las tapas, la salchicha parrilla, que por acá se conoce como chorizo, el pollo, el cerdo con panceta y la carne roja. Todo enterito como lo compramos y como le pedí al dispensador de carnes que no lo cortara. Si lo hubieran visto les hubiera causado gracia. “¿No lo corto?” se cansó de preguntar. No, señor, lo voy a preparar a la Argentina. No, no cocinaremos a ninguna mujer, aunque a más de una de la tierra del tango da como para comérsela. Que voy a preparar la carne asada al estilo argentino. Lento, lento, lento.
Claro, me di cuenta, la caja de zapatos sirve para hacer asados, vuelta y vuelta. Cortan todo finito y en cinco minutos comés. Claro, duro, seco, pasado. Claro, aunque sea de noche.
No sé si se entiende. Nadie entendía ese día. El jefe dijo no lo hacemos, lo suspendemos. Eso dijo en el primer llamado. Nada que hacer, lo hacemos, dijo en el segundo. Así, cayeron los invitados a la casa del boss. Por más que les había comentado que el que cocinaría sería yo, nunca creyeron que iban a ver una caja de zapatos con brasas rojas por más de tres horas, con todo el pedazo de carne entero como lo ven en la vitrina de las “La Catorce”s (obvio, los que van a otro supermercado lo ven en otro supermercado, no en “La Catorce”).
Lo que sí quisieron emular el estilo argentino abriendo un vino mientras yo preparaba una salsita criolla. ¿Alguno una vez vio un sacacorchos en la casa de un caleño? Hay güisqui, hay ron, hay vodka y hay dulcemente anisado aguardiente. Ah, también en la casa de D’Artagnan caleño hay una botella de vino Malbec de primera calidad. Ah, también hay un mate y yerba suave. No por compra propia, sino por regalo de mosquetero obedecedor. Hay de todo entonces. Sí, hasta apareció un sacacorchos. Imagínense un hambriento en isla desierta con una lata de atún sin abrelatas. La botella de vino se habría como sea. Ese era el deseo, pero no lo podían hacer realidad. Dirán que somos agrandados, dirán que somos pedantes, dirán que no escribo claro. Digan lo que quieran, el vino lo abrí yo.
Hablando de muertos de hambre, todos querían abrir una lata de atún por lo menos, porque la tarde seguía condenada a la cocción lenta y segura de un fuego bien prendido. No hay peor cosa para un asador que otro encienda el fuego, pero tratándose de ella, de la esposa del D’Artagnan, pues ni modo, hasta un argentino se transforma en tortuga y mete la cabeza adentro. Eso, tortuga pensaron todos. Este argento es más lento (y luego dicen que no puedo hacer puesía) que una tortuga. Conozco alguien que lo puede refutar. Como fuere, la carne allá estaba, el vino muy bueno, la charla mejor, la velada de maravilla.
Hasta vino el vice de D’Artagnan con su doncella. Todos comimos el pollo (leáse posho), el cerdo, el chorizo, esas tapas y le mejor corte de todos, el bife de chorizo, que en Cali se consigue como “Lomo de Caracha”. ¿Qué es la caracha? Eso queda para otro comentario, cuando algún día preparemos otro con D’Artagnan, sus mosqueteros y sus doncellas.
Fue cómico, bueno, si uno lo pensara por más de un segundo diría tragicómico. Si lo pensase más, sería peor. Lo que ocurre que a las cuatro de la mañana nadie piensa con mucha claridad. No es un juego de palabras porque aun no aclaró a las cuatro de la mañana. Y menos piensa uno si a esa hora sigue trabajando luego de haber comenzado la jornada labora, tan consabidamente ganada en ocho horas, justamente, a las ocho de la mañana del día inmediato anterior. Lo que fue cómico es que yendo hacia al baño por el largo, oscuro y silencioso pasillo (que tan transitado es durante el día, cuando todo está más claro) con una empleada que me dijo: “Buenos Días”. Sorpresas mediante, la señora entra a trabajar a las cuatro, por lo que para ella estar a esa hora en la empresa le representa naturalmente un saludo matutino.
Por eso digo que pudo haber llovido y yo ni idea. Ni yo ni mis dos compañeros de batalla, que pelearon a capa y espada hasta caer rendidos, uno en las sillas de la sala, otro preso de la red de redes.
Finalmente nos fuimos, a las siete de la mañana, y a esa hora el cielo de la ciudad caliente del Valle de Cali estaba bien oscuro. Una llovizna se dejaba caer, quizá por pena de estos tres trasnochados mosqueteros, quizá por propia naturaleza.
Todo este introito es para comenzar con el día que cociné en Cali. Así comenzó el día, o quizás deba decir que así siguió. Estaba dormido en el baño del hotel cuando soné el teléfono. Mi jefe, para decirme que ya era la hora que habíamos convenido para volver al trabajo. Sólo trasnochado uno puede decir nos vemos a las diez, cuando se está despidiendo a las siete. Y sólo trasnochado el otro puede creerlo cierto.
Ni toda la ducha que tomé, ni toda la llovizna triste que seguía poniendo paños fríos a un pueblo que vive danzando, ni el viento de una ventanilla semibaja de un veloz taxi que no puede caer preso del tránsito de las ocho de la mañana por el sólo hecho que eran las once y media, lograron despertarme por completo.
Si uno ya se comporta como zombie a veces, imagínense a este incipiente blogger ese día. Llegué a la empresa casi para almorzar en el casino de la compañía. ¿Casino? Los no-caleños (cada tanto se me da por inglés, o por idioma o por estructura, contracciones de uno) leerán claramente (aunque sea de noche), pero para el resto les comento que casino sería como sinónimo de cafetería de empresa o como comedor de planta (fabril, por si acaso). Al menos, unos de los objetivos de este blog sigue cumpliendo su objetivo.
La tarde, que debió ser tranquila de formalidades de reportes luego del fuerte del día anterior, fue una batalla campal. Los tres mosqueteros no podíamos ni para uno, menos pudimos para todos. Pero, lo que parecía que no iba a llegar nunca, llegó: terminó el día laboral. Viernes, día especial para dormir. Sí, estoy de acuerdo, sé que no, pero lo mejor que podía pensar en ese momento era en dormir.
Claro que eso no fue lo que pasó, porque no hubiera escrito todo este palabrerío ni el título de este comentario si no tuviera algo para decir. O quizá sí, no sé. No siempre soy previsible. A veces soy tonto, pero no siempre. Nadie es siempre algo. A veces la caga si casi siempre es bueno, o a veces la hace bien, si casi siempre la caga.
Es cierto, habíamos convenido en el viernes, luego de toda la semana de duro trabajo y largo vuelo Buenos Aires-Cali, para hacer un asado argentino. Nadie mejor que yo, tampoco nadie peor, es decir, el único espécimen para hacer eso en Cali era yo.
Por lo que si habíamos convenido en eso, y si los tres mosqueteros estábamos fundidos, y si lo único que yo quería era dormir, y no habiendo ninguna otra alternativa, nos fuimos dos mosqueteros con un aliado a tomar una cerveza antes de ir a comprar la carne para el asado. Sé lo que algunos están pensado, nadie puede tomarse “una” cerveza. En Colombia hay tantas marcas de cervezas de un mismo dueño, que si alguno quisiera probarlas todas una tras otras terminaría tendido en el piso o haciendo asado el día que quiere dormir. Águila, Brava, Costeña, Joker, Club Colombia son las que recuerdo. Sé que hay más, por favor abstenerse de enviar comentarios dejándome saber de todas las que no tomé.
“Vamos a la catorce a comprar”, dijo el jefe mosquetero, D’Artagnan. Yo pensé lo mismo que ustedes están pensando ahora. Los que se preguntaron cómo fue que me anticipé tanto (esto que cuento ocurrió la primer semana de este 2007) a lo que están pensando mientras leen este posteo, les comento que me refiero a creyeron que “la catorce” es una avenida (Colombianos abstenerse). Pues sí, es una avenida pero no en Cali. “La Catorce” es el supermercado que en Argentina sería “Jumbo”. Grande, limpio, espacioso, todo eso para justificar lo caro.
No sé si escribo como para que se entienda, la verdad que mucho no me importa. Porque si me importara, como no tengo tanta retroalimentación (¡Ja! Había comenzado a escribir feedback pero lo borré. A veces el inglés se va) me preocuparía. Y la vida ya está llena de tantas preocupaciones, que mejor que me no importe si escribo como para que se entienda. Este párrafo lo introduje, porque no recuerdo si comenté porque si estábamos tan casados a nadie se le ocurrió preguntar en porqué no cancelamos. Entonces, me pregunté: “¿Por qué no cancelamos el asado?”. Antes de terminar la pregunta, no sé si justo antes de tipear el signo de interrogación o justo después de topear la “o” de asad“o”, recordé el porque. Nadie dirá que fue porque la esposa de D’Artagnan ya había encendido el fuego. Espero que nadie le vaya con el cuento que ya habíamos cancelado y que el jefe mosquetero, con toda su valentía para pelear en la oficina no se enfrentó a su amada compañera. Ojalá que nadie le cuente que no había ganas, que se habían quedado en los miles de archivos revisados, que se había diluido en los cuatrocientos correos electrónicos de ese día, que se habían pegado a la almohada en esa suerte de siesta matinal que tomé sentado en el trono en el que todos somos reyes y esclavos de nuestro cuerpo. Por favor que nadie se lo diga.
La catorce, eso estábamos en la catorce. Jefe mosquetero y mosquetero porteño haciendo compras. Peor que matrimonio que ya no se soporta. Ponerse de acuerdo fue terrible. Como pudimos compramos carne roja, rosa y blanca. Hortalizas, una masita colombiana de trigo que no recuerdo el nombre, como tapas y vino, argentino, claro. No van a poder creer el carbón. De hecho no sé qué van a hacer si no lo creen. Por mí, hagan lo que quieran, como no sé si escribo que se entienda. Lo que pasó con el carbón es que decía vegetal pero parecía papel vegetal. Por las dudas agarré como dos bolsas. A todo esto debo confesar que una vez que D’Artagnan no pudo con la bella, yo me dispuse de la mejor manera. No podía ser menos, no iba a dejar a que el grupo de colombianos invitado al D’Artagnan’s place (sí, me di cuenta que se me metió el inglés, pero ya no borro, say no more) midan el nivel de nuestros asados porque mis ganas de hacer algo hacía día y medio que se habían ido de viaje.
El mosquetero de mayor grado me había avisado. Me lo había advertido. Me había prevenido, inclusive, cuando el plan estaba en plena vigencia, en días anteriores a la peor de las batallas oficinísticas se desataran en la tierra metida entre la Cordillera Central (al este) y la Cordillera del Pacífico (pues sí, ni modo, no va a quedar del lado del Atlántico). Tanto uórnin (ah, ya castellanicé el inglés, quien no entienda que estudie fonética criolla) no alcanzó. Una caja de zapatos es más grande pensé, mientras decía que sí, que íbamos a poder hacer todos los kilos de carne que habíamos comprado, además de esas tapas que nada tienen que ver con un asado en mi tierra.
Lo hice, puse todo, las tapas, la salchicha parrilla, que por acá se conoce como chorizo, el pollo, el cerdo con panceta y la carne roja. Todo enterito como lo compramos y como le pedí al dispensador de carnes que no lo cortara. Si lo hubieran visto les hubiera causado gracia. “¿No lo corto?” se cansó de preguntar. No, señor, lo voy a preparar a la Argentina. No, no cocinaremos a ninguna mujer, aunque a más de una de la tierra del tango da como para comérsela. Que voy a preparar la carne asada al estilo argentino. Lento, lento, lento.
Claro, me di cuenta, la caja de zapatos sirve para hacer asados, vuelta y vuelta. Cortan todo finito y en cinco minutos comés. Claro, duro, seco, pasado. Claro, aunque sea de noche.
No sé si se entiende. Nadie entendía ese día. El jefe dijo no lo hacemos, lo suspendemos. Eso dijo en el primer llamado. Nada que hacer, lo hacemos, dijo en el segundo. Así, cayeron los invitados a la casa del boss. Por más que les había comentado que el que cocinaría sería yo, nunca creyeron que iban a ver una caja de zapatos con brasas rojas por más de tres horas, con todo el pedazo de carne entero como lo ven en la vitrina de las “La Catorce”s (obvio, los que van a otro supermercado lo ven en otro supermercado, no en “La Catorce”).
Lo que sí quisieron emular el estilo argentino abriendo un vino mientras yo preparaba una salsita criolla. ¿Alguno una vez vio un sacacorchos en la casa de un caleño? Hay güisqui, hay ron, hay vodka y hay dulcemente anisado aguardiente. Ah, también en la casa de D’Artagnan caleño hay una botella de vino Malbec de primera calidad. Ah, también hay un mate y yerba suave. No por compra propia, sino por regalo de mosquetero obedecedor. Hay de todo entonces. Sí, hasta apareció un sacacorchos. Imagínense un hambriento en isla desierta con una lata de atún sin abrelatas. La botella de vino se habría como sea. Ese era el deseo, pero no lo podían hacer realidad. Dirán que somos agrandados, dirán que somos pedantes, dirán que no escribo claro. Digan lo que quieran, el vino lo abrí yo.
Hablando de muertos de hambre, todos querían abrir una lata de atún por lo menos, porque la tarde seguía condenada a la cocción lenta y segura de un fuego bien prendido. No hay peor cosa para un asador que otro encienda el fuego, pero tratándose de ella, de la esposa del D’Artagnan, pues ni modo, hasta un argentino se transforma en tortuga y mete la cabeza adentro. Eso, tortuga pensaron todos. Este argento es más lento (y luego dicen que no puedo hacer puesía) que una tortuga. Conozco alguien que lo puede refutar. Como fuere, la carne allá estaba, el vino muy bueno, la charla mejor, la velada de maravilla.
Hasta vino el vice de D’Artagnan con su doncella. Todos comimos el pollo (leáse posho), el cerdo, el chorizo, esas tapas y le mejor corte de todos, el bife de chorizo, que en Cali se consigue como “Lomo de Caracha”. ¿Qué es la caracha? Eso queda para otro comentario, cuando algún día preparemos otro con D’Artagnan, sus mosqueteros y sus doncellas.