miércoles, octubre 18, 2006

Antojarse

Mi cubículo se expande, como empresa global de la que formo parte (muy pequeña pero parte al fin), es lógico que mi puesto de trabajo se internacionalice. Y con eso la necesidad de cruzar la frontera y viajar a tierras lejanas (o no tanto). Y en otros aires diferentes a Buenos Aires, la gente también lleva consigo uno de los capitales más ricos y arraigados que posee: la cultura. Y no descubro nada diciendo que el lenguaje, esencia misma de la cultura de los pueblos, produce sensaciones diferentes, que cuando no son cómicas, pueden llegar a traer aparejado algún problema. En este caso, una sonrisa.

Apenas dos horas (si bien dos horas sobre un vuelo de nueve representa algo menos de un veinticinco por ciento, dos horas sigue siendo apenas) que mi vuelo de Mexicana de Aviación había partido de Buenos Aires, cuando el equipo de abordo se dispuso a servir el retrasado almuerzo. La salida del avión, originalmente, estipulada para las once de la mañana, sufrió un ligero retraso hasta las quince en la tarde, pero aún así sirvieron el almuerzo. Ñoquis con salsa blanca como a las cinco de la tarde, una tentación fácilmente negable, pero a falta del té de la cinco, vamos con los ñoquis.

Aunque esto arranque alguna sonrisa (al menos a mí me la robó) lo que me dio ganas de comenzar esta especie de diccionario de sinónimos de español latinoamericano fue la siguiente situación. Advierto que lee quien quiere leer, y no se asegura una sonrisa final ni mucho menos. El lector siempre lee bajo su propio riesgo y siempre tiene la chance de buscar en la abismal red alguna otra cuestión que le caiga mejor en gracia.

Comentaba entonces, y mientras escribo huelo un artificial aroma a lavanda que la aeromoza (azafata) de turno ha dispensado por todo el Boing 767 de la línea azteca, que servían el tardío almuerzo cuando la muchacha de la aerolínea, de sonrisa natural que y cuidados dientes blancos, lápiz labial muy suave, resaltando su piel tersa y algo morena, y su pelo prolijamente recogido, preguntó a la señora mayor de cabellos blancos y con nietos en Guadalajara, qué deseaba beber. La abuela, que por comentarios previos que hacía a su compañera de vuelo, viajaba por primera vez en un medio de transporte de acero de semejante tamaño, re-preguntó con divina ingenuidad qué podía tomar. Lejos del alcance de su vista sexagenaria (eran más años seguramente, pero porqué caerle con el peso de las décadas en este pequeño comentario) estaban las gaseosas, los vinos, las cervezas y las demás bebidas a nuestra disposición. Fue entonces cuando mi azafata de ojos claros especialmente maquillados y de sonrisa amable le preguntó:
-¿A usted qué se le antoja?

Un quiebre, una ruptura, un cortocircuito hubo entre el sonido dulcemente cantado en tono azteca, cortés y el versión conjugada del verbo antojar. Para clarificar a los que no son argentinos, el antojar hubiera encajado perfectamente en este relato si la viejita hubiera estado llamando insistentemente a la bonita oficial de abordo desde el inicio del abordaje. Entonces una posible línea sería:

Y la mujer llamó nuevamente, no sabía qué querría, seguramente no. No importaba, era su primer vuelo y le había costado muchos billetes de la verde moneda americana. No importaba que su yerno era quien pagara el viaje para que ella pudiera ver a sus nietos. Como sea, había descubierto el botoncito de llamado de asistencia y estaba dispuesta a utilizarlo sin razón. Justificaría cada centavo. Y así lo hizo, sin dar tiempo a que llegara la aeromoza, presionó otra vez. Y una vez más, como para dejar bien claro que estaba haciendo uso del servicio. Lo presionaría una vez más, pero para bien de los cohabitantes de este pájaro de hierro la imagen angelical de la muchacha emergió de entre los rostros ofuscados de los pasajeros. Su sonrisa, blanca y feliz, nunca desaparecería, con su mirada transparente y amigable, su canto mexicano, dulce y cordial, diría una y otra vez un entrenado: ¿Qué desea señora?
Pero seguramente, y nadie que estuviera sentado cerca de la abuela de cabellos blancos se atrevería a desmentirlo, detrás de toda esa calidad de servicio había un ser real que se preguntaba: ¿Qué se le antojará ahora a esta señora? Si la azafata fuera argentina, la frase se distorsionaría un poquito hacia una versión que suena agresiva, quizás, pero que en Buenos Aires es de uso común: ¿Qué carajo se te antoja?, vieja de mierda.

Lamento la falta de tacto, pero si me propongo ser expresión fiel de sinónimos latinoamericanos, tendrá que faltarme tacto muy a menudo.

Ya sabés, si llegás hasta México y te preguntan qué se te antoja, dejá de lado toda tu urbanidad mal habida de Buenos Aires y simplemente respondé que querés. Si por caso, venís desde otras latitudes con diferentes registros del castellano, y en Buenos Aires te preguntan qué se te antoja, pues ya sabrás qué hacer.